Con cartas sus mensajeros   el rey al Carpio envió:
Bernardo, como es discreto,   de traición se receló:
las cartas echó en el suelo   y al mensajero habló:
—Mensajero eres, amigo,   no mereces culpa, no,
mas al rey que acá te envía   dígasle tú esta razón:
que no le estimo yo a él   ni aun a cuantos con él son;
mas por ver lo que me quiere   todavía allá iré yo.
Y mandó juntar los suyos,   de esta suerte les habló:
—Cuatrocientos sois, los míos,   los que comedes mi pan:
los ciento irán al Carpio   para el Carpio guardar,
los ciento por los caminos,   que a nadie dejen pasar;
doscientos iréis conmigo   para con el rey hablar;
si mala me la dijere,   peor se la he de tornar.
Por sus jornadas contadas   a la corte fue a llegar:
—Dios os mantenga, buen rey,   y a cuantos con vos están.
—Mal vengades vos, Bernardo,   traidor, hijo de mal padre,
dite yo el Carpio en tenencia,   tú tómaslo en heredad.
—Mentides, el rey, mentides,   que no dices la verdad,
que si yo fuese traidor,   a vos os cabría en parte;
acordáseos debía   de aquella del Encinal,
cuando gentes extranjeras   allí os trataron tan mal,
que os mataron el caballo   y aun a vos querían matar;
Bernardo, como traidor,   de entre ellos os fue a sacar.
Allí me diste el Carpio   de juro y de heredad,
prometísteme a mi padre,   no me guardaste verdad.
—Prendedlo, mis caballeros,   que igualado se me ha.
—Aquí, aquí los mis doscientos,   los que comedes mi pan,
que hoy era venido el día   que honra habemos de ganar.
El rey, de que aquesto viera,   de esta suerte fue a hablar:
—¿Qué ha sido aquesto, Bernardo;   que así enojado te has?
¿Lo que hombre dice de burla   de veras vas a tomar?
Yo te dó el Carpio, Bernardo,   de juro y de heredad.
—Aquestas burlas, el rey   no son burlas de burlar;
llamásteme de traidor,   traidor, hijo de mal padre:
el Carpio yo no lo quiero,   bien lo podéis vos guardar,
que cuando yo lo quisiere,   muy bien lo sabré ganar.

Anónimo

—Buen conde Fernán González,   el rey envía por vos,
que vayades a las cortes   que se hacen en León,
que si vos allá vais, conde,   daros han buen galardón:
daros han a Palenzuela   y a Palencia la mayor,
daros han las nueve villas,   con ellas a Carrión;
daros han a Torquemada,   la torre de Mormojón;
buen conde, si allá no ides,   daros hían por traidor.
Allí respondiera el conde   y dijera esta razón:
—Mensajero eres, amigo;   no mereces culpa, no;
que yo no he miedo al rey,   ni a cuantos con él son;
Villas y castillos tengo,   todos a mi mandar son:
de ellos me dejó mi padre,   de ellos me ganara yo;
las que me dejó el mi padre   poblélas de ricos hombres,
las que me ganara yo   poblélas de labradores;
quien no tenía más que un buey,   dábale otro, que eran dos;
al que casaba su hija   doile yo muy rico don;
cada día que amanece   por mí hacen oración,
no la hacían por el rey,   que no lo merece, no,
él les puso muchos pechos   y quitáraselos yo.

Anónimo

 Pensativo estaba el Cid   viéndose de pocos años
para vengar a su padre   matando al conde Lozano;
miraba el bando temido   del poderoso contrario
que tenía en las montañas   mil amigos asturianos;
miraba cómo en la corte   de ese buen rey Don Fernando
era su voto el primero,   y en guerra el mejor su brazo;
todo le parece poco   para vengar este agravio,
el primero que se ha hecho   a la sangre de Lain Calvo;
no cura de su niñez,   que en el alma del hidalgo
el valor para crecer   no tiene cuenta a los años.
Descolgó una espada vieja   de Mudarra el castellano,
que estaba toda mohosa,   por la muerte de su amo.
«Haz cuenta, valiente espada,   que es de Mudarra mi brazo
y que con su brazo riñes   porque suyo es el agravio.
Bien puede ser que te corras   de verte así en la mi mano,
mas no te podrás correr   de volver atrás un paso.
Tan fuerte como tu acero   me verás en campo armado;
tan bueno como el primero,   segundo dueño has cobrado;
y cuando alguno te venza,   del torpe hecho enojado,
hasta la cruz en mi pecho   te esconderé muy airado.
Vamos al campo, que es hora   de dar al conde Lozano
el castigo que merece   tan infame lengua y mano».
Determinado va el Cid,   y va tan determinado,
que en espacio de una hora   mató al conde y fue vengado.

Anónimo

—¡Abenámar, Abenámar,   moro de la morería,
el día que tú naciste   grandes señales había!
Estaba la mar en calma,   la luna estaba crecida,
moro que en tal signo nace   no debe decir mentira.

Allí respondiera el moro,   bien oiréis lo que diría:
—Yo te lo diré, señor,   aunque me cueste la vida,
porque soy hijo de un moro   y una cristiana cautiva;
siendo yo niño y muchacho   mi madre me lo decía
que mentira no dijese,   que era grande villanía:
por tanto, pregunta, rey,   que la verdad te diría.
—Yo te agradezco, Abenámar,   aquesa tu cortesía.
¿Qué castillos son aquéllos?   ¡Altos son y relucían!

—El Alhambra era, señor,   y la otra la mezquita,
los otros los Alixares,   labrados a maravilla.
El moro que los labraba   cien doblas ganaba al día,
y el día que no los labra,   otras tantas se perdía.
El otro es Generalife,   huerta que par no tenía;
el otro Torres Bermejas,   castillo de gran valía.
Allí habló el rey don Juan,   bien oiréis lo que decía:
—Si tú quisieses, Granada,   contigo me casaría;
daréte en arras y dote   a Córdoba y a Sevilla.
—Casada soy, rey don Juan,   casada soy, que no viuda;
el moro que a mí me tiene   muy grande bien me quería.

Anónimo

En Burgos está el buen rey   asentado a su yantar,
cuando la Jimena Gómez   se le vino a querellar;
cubierta paños de luto,   tocas de negro cendal;
las rodillas por el suelo,   comenzara de fablar;
—Con mancilla vivo, rey;   con ella vive mi madre;
cada día que amanece   veo quien mató a mi padre
caballero en un caballo   y en su mano un gavilán;
por hacerme más enojo   cébalo en mi palomar;
con sangre de mis palomas   ensangentó mi brial.
¡Hacedme, buen rey justicia,   no me la queráis negar!
Rey que non face justicia   non debía de reinar,
ni comer pan a manteles,   ni con la reina folgar.
 El rey cuando aquesto oyera   comenzara de pensar:
«Si yo prendo o mato al Cid,   mis cortes revolverse han;
pues, si lo dejo de hacer,   Dios me lo demandará».
 Allí habló doña Jimena   palabras bien de notar:
—Yo te lo diría, rey,   como lo has de remediar.
Mantén tú bien las tus cortes,   no te las revuelva nadie,
y al que mi padre mató   dámelo para casar,
que quien tanto mal me hizo   sé que algún bien me fará.
—Siempre lo he oído decir,   y ahora veo que es verdad,
que el seso de las mujeres   no era cosa natural:
hasta aquí pidió justicia,   ya quiere con él casar.
Mandaré una carta al Cid,   mandarle quiero llamar.
 Las palabras no son dichas,   la carta camino va;
mensajero que la lleva   dado la había a su padre.

Anónimo

De Antequera partió el moro   tres horas antes del día,
con cartas en la su mano   en que socorro pedía.
Escritas iban con sangre,   más no por falta de tinta.
El moro que las llevaba   ciento y veinte años había,
la barba tenía blanca,   la calva le relucía;
toca llevaba tocada,   muy grande precio valía.
La mora que la labrara   por su amiga la tenía;
alhaleme en su cabeza   con borlas de seda fina;
caballero en una yegua,   que caballo no quería.
Solo con un pajecico   que le tenga compañía,
no por falta de escuderos,   que en su casa hartos había.
Siete celadas le ponen   de mucha caballería,
mas la yegua era ligera,   de entre todos se salía;
por los campos de Archidona   a grandes voces decía:
—¡Oh buen rey, si tú supieses   mi triste mensajería,
mesarías tus cabellos   y la tu barba vellida!
El rey, que venir lo vido,   a recebirlo salía
con trescientos de caballo,   la flor de la morería.
—Bien seas venido, el moro,   buena sea tu venida.
—Alá te mantenga, el rey,   con toda tu compañía.
—Dime, ¿qué nuevas me traes   de Antequera, esa mi villa?
—Yo te las diré, buen rey,   si tú me otorgas la vida.
—La vida te es otorgada,   si traición en ti no había.
—¡Nunca Alá lo permitiese   hacer tan gran villanía!,
mas sepa tu real alteza   lo que ya saber debría,
que esa villa de Antequera   en grande aprieto se vía,
que el infante don Fernando   cercada te la tenía.
Fuertemente la combate   sin cesar noche ni día;
manjar que tus moros comen,   cueros de vaca cocida.
Buen rey, si no la socorres,   muy presto se perdería.
El rey, cuando aquesto oyera,   de pesar se amortecía;
haciendo gran sentimiento,   muchas lágrimas vertía;
rasgaba sus vestidudas,   con gran dolor que tenía,
ninguno le consolaba,   porque no lo permitía;
mas después, en sí tornando,   a grandes voces decía:
—Tóquense mi añafiles,   trompetas de plata fina;
júntense mis caballeros   cuantos en mi reino había,
vayan con mis dos hermanos   a Archidona, esa mi villa,
en socorro de Antequera,   llave de mi señoría.
Y ansí, con este mandado   se junto gran morería;
ochenta mil peones fueron   el socorro que venía,
con cinco mil de caballo,   los mejores que tenía.
Ansí en la Boca del Asna   este real sentado había
a la vista del infante,   el cual ya se apercebía,
confiando en la gran victoria   que de ellos Dios le daría,
sus gentes bien ordenadas;   de San Juan era aquel día
cuando se dió la batalla   de los nuestros tan herida,
que por ciento y veinte muertos   quince mil moros había.
Después de aquesta batalla   fue la villa combatida
con lombardas y pertrechos   y con una gran bastida
conque le ganan las torres   de donde era defendida.
Después dieron el castillo   los moros a pleitesía,
que libres con sus haciendas   el infante los pornía
en la villa de Archidona,   lo cual todo se cumplía;
y ansí se ganó Antequera   a loor de Santa María.

Anónimo

En los solares de Burgos   a su Rodrigo aguardando,
tan encinta está Jimena,   que muy cedo aguarda el parto;
cuando demás dolorida   una mañana en disanto,
bañada en lágrimas tiernas,   escribe al rey don Fernando:
«A vos, el mi señor rey,   el bueno, el aventurado,
el magno, el conquistador,   el agradecido, el sabio,
la vuestra sierva Jimena,   fija del conde Lozano,
desde Burgos os saluda,   donde vive lacerando.
Perdonédesme señor,   que no tengo pecho falso,
y si mal talante os tengo,   no puedo disimulallo.
¿Qué ley de Dios vos otorga   que podáis, por tiempo tanto
como ha que fincáis en lides,   descasar a los casados?
¿Qué buena razón consiente   que a mi marido velado
no le soltéis para mí   sino una vez en el año?
Y esa vez que lo soltáis,   fasta los pies del caballo
tan teñido en sangre viene,   que pone pavor mirallo;
y no bien mis brazos toca   cuando se duerme en mis brazos,
y en sueños gime y forcejea,   que cuida que está lidiando,
y apenas el alba rompe,   cuando lo están acuciando
las esculcas y adalides   para que se vuelva al campo.
Llorando vos lo pedí   y en mi soledad cuidando
de cobrar padre y marido,   ni uno tengo, ni otro alcanzo.
Y como otro bien no tengo   y me lo habedes quitado,
en guisa lo lloro vivo   cual si estuviese enterrado.
Si lo facéis por honralle,   asaz Rodrigo es honrado,
pues no tiene barba, y tiene   reyes moros por vasallos.
Yo finco, señor, encinta,   que en nueve meses he entrado
y me pueden empecer   las lágrimas que derramo.
  Dad este escrito a las llamas,   non se fega de él palacio,
que en malos barruntadores   no me será bien contado».

Anónimo

Helo, helo por do viene   el moro por la calzada,
caballero a la jineta   encima una yegua baya,
borceguíes marroquíes   y espuela de oro calzada,
una adarga ante los pechos   y en su mano una azagaya.
Mirando estaba Valencia,   como está tan bien cercada:
—¡Oh, Valencia, oh Valencia,   de mal fuego seas quemada!
Primero fuiste de moros   que de cristianos ganada.
Si la lanza no me miente,   a moros serás tornada;
aquel perro de aquel Cid   prenderélo por la barba,
su mujer, doña Jimena,   será de mí cautivada,
su hija, Urraca Hernando,   será mi enamorada,
después de yo harto de ella   la entregaré a mi compaña.
El buen Cid no está tan lejos,   que todo bien lo escuchaba.
—Venid vos acá, mi hija,   mi hija doña Urraca;
dejad las ropas continas   y vestid ropas de pascua.
Aquel moro hi·de·perro   detenédmelo en palabras,
mientras yo ensillo a Babieca   y me ciño la mi espada.
La doncella, muy hermosa,   se paró a una ventana;
el moro, desque la vido,   de esta suerte le hablara:
—Alá te guarde, señora,   mi señora doña Urraca.
—Así haga a vos, señor,   buena sea vuestra llegada.
Siete años ha, rey, siete,   que soy vuestra enamorada.
—Otros tantos ha, señora,   que os tengo dentro en mi alma.
Ellos estando en aquesto   el buen Cid que se asomaba.
—Adiós, adiós, mi señora,   la mi linda enamorada,
que del caballo Babieca   yo bien oigo la patada.
Do la yegua pone el pie,   Babieca pone la pata.
Allí hablará el caballo   bien oiréis lo que hablaba:
—¡Reventar debía la madre   que a su hijo no esperaba!
Siete vueltas la rodea   alrededor de una jara;
la yegua, que era ligera,   muy adelante pasaba
hasta llegar cabe un río   adonde una barca estaba.
El moro, desque la vido,   con ella bien se holgaba,
grandes gritos da al barquero   que le allegase la barca;
el barquero es diligente,   túvosela aparejada,
embarcó muy presto en ella,   que no se detuvo nada.
Estando el moro embarcado,   el buen Cid que llegó al agua,
y por ver al moro en salvo,   de tristeza reventaba;
mas con la furia que tiene,   una lanza le arrojaba,
y dijo: —Recoged, mi yerno,   arrecogedme esa lanza,
que quizás tiempo vendrá   que os será bien demandada.

Anónimo

 Pidiendo a las diez del día   papel a su secretario,
a la carta de Jimena   responde el rey por su mano;
y después de hacer la cruz   con cuatro puntos y un rasgo,
aquestas palabras pone   a guisa de cortesano:

«A vos, la noble Jimena,   la del marido envidiado,
vos envío mis saludos   en fe de quereros tanto.
Que estáis de mi querellosa,   decís en vuestro despacho,
que non vos suelto el marido   sino una vez en el año,

»y que cuando vos le suelto,   en lugar de regalaros,
en vuestros brazos se duerme   como viene tan cansado.
Si supiérades, señora,   que vos quitaba el velado
para mis namoramientos,   fuera bien el lamentarlo;

»mas si sólo vos lo quito   para lidiar en el campo
con los moros convecinos,   non vos fago mucho agravio;
que si yo no hubiera puesto   las mis huertas a su cargo,
ni vos fuerais más que dueña,   ni él fuera más que un hidalgo.

»A no vos tener encinta,   señora, el vuestro velado
creyera de su dormir   lo que me habedes contado.
Más pues el parto esperáis…   si os falta un marido al lado,
no importa, que sobra un rey   que os hará cien mil regalos.

»Decís que entregue a las llamas   la carta que habéis mandado;
a contener herejías,   fuera digna de tal caso;
mas pues razones contiene   dignas de los siete sabios,
mejor es para mi archivo   que non para el fuego ingrato.

»Y porque guardéis la mía   y no la fagáis pedazos,
por ella a lo que pariéredes   prometo buen aguinaldo:
si fuere hijo, daréle   una espada y un caballo
y cien mil maravedís   para ayuda de su gasto;

»si fija, para su dote   prometo poner en cambio
desde el día en que naciere   de plata cuarenta marcos.
 Con esto ceso, señora,   y no de estar suplicando
a la Virgen vos ayude   en los dolores del parto».

Anónimo

Helo, helo por do viene   el infante vengador,
caballero a la jineta   en un caballo corredor,
su manto revuelto al brazo,   demudada la color,
y en la su mano derecha   un venablo cortador;
con la punta del venablo   sacarían un arador,
siete veces fue templado   en la sangre de un dragón
y otras tantas afilado   porque cortase mejor,
el hierro fue hecho en Francia,   y el asta en Aragón.
Perfilándoselo iba   en las alas de su halcón.
Iba buscar a don Cuadros,   a don Quadros, el traidor.
Allá le fuera a hallar   junto al emperador,
la vara tiene en la mano,   que era justicia mayor.
Siete veces lo pensaba   si lo tiraría o no
y al cabo de las ocho   el venablo le arrojó;
por dar al dicho don Cuadros,   dado ha al emperador,
pasado le ha manto y sayo,   que era de un tornasol,
por el suelo ladrillado   más de un palmo lo metió.
Allí le habló el rey,   bien oiréis lo que habló:
—¿Por qué me tiraste, infante?   ¿Por qué me tiras, traidor?
—Perdóneme tu alteza,   que no tiraba a ti, no,
tiraba al traidor de Cuadros,   ese falso engañador,
que siete hermanos tenía   no ha dejado si a mí, no.
Por eso delante de ti,   buen rey, lo desafío yo.
Todos fían a don Cuadros   y al infante no fían, no,
sino fuera una doncella,   hija es del emperador,
que los tomó por la mano   y en el campo los metió.
A los primeros encuentros   Cuadros en tierra cayó.
Apeárase el infante,   la cabeza le cortó
y tomárala en su lanza   y al buen rey la presentó.
De que aquesto vido el rey   con su hija le casó.

Anónimo