Estas aguas no son aquellas aguas,
ni es esta la ribera. Y mis manos
¿son las mismas que antaño acariciaron
la estela de su cuerpo? Otro fulgor
de acero incendió las pupilas.

Que al fin todo es efímero. En el agua
la muerte me reclama. En sus reflejos
adivino un arrullo de sirenas.

Pasan blancas muchachas, con su aroma
de adelfa, con su piel que hace temblar
el mediodía. Como palomas pasan,
y un instante, arrasan la memoria.
Y este dolor de saberme perdido
pasará. A la tarde, mis palabras
sólo serán cenizas. Afligirme
no debo. Aunque en verdad, imaginé
—más allá de este río— otro destino.

a Diego Granados

Los días se parecen a los pájaros
—vienen y luego van— y siempre dejan
una herida de luz. Huele a musgo
su vuelo, a países de escarcha,
a savia de madroños escondidos…

(Hay una fuente oculta que derrama
blancos ríos de sed, y un campanario
azul, mecido por el viento).

De qué cielo, de qué elevada dicha,
los pájaros descienden. De qué amor.
Los días se parecen a los pájaros,
igual tristeza dejan cuando pasan,
la misma oscuridad, igual silencio.

Ángel desnudo, mujer inacabable,
demonio mineral que llevó hasta mis labios
el fruto más sabroso, la delicia
ardiente de su beso.

(Volvería a nacer sólo por apresar
el fulgor encendido de aquel cuerpo).

Como un eco de diosa inmarcesible,
la memoria, como un mar de infatigables gozos,
me ha traído el fantasma de aquel beso.

Beso redondo y blanco, frontera de otro beso,
hasta hacer un anillo de sus labios
que precipite mi boca en el silencio.

Y mi palabra sea su beso redimido,
renovado más allá del límite del beso,
la promesa cumplida en la cadena
sin final de su boca en los espejos.

Que ya no habrá más besos me decía,
que ya no habrá para el amor más tiempo.