Idos, dulces ruiseñores:
quedó la selva callada,
y a su ventana, entre flores,
no sale mi enamorada.

Notas, salid de puntillas;
está la niñita enferma…
Mientras duerma en mis rodillas,
dejad ¡oh notas! que duerma.

Luna que en marco de plata
su rostro copiabas antes,
si hoy tu cristal lo retrata
acaso, luna, la espantes.

Al pie de su lecho queda
y aguarda a que buena esté,
coqueto escarpín de seda
que oprime su blanco pie.

Guarda tu perfume, rosa;
guarda tus rayos, lucero,
para decir a mi hermosa,
cuando sane, que la quiero.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1882

Madre, madre, cansado y soñoliento
quiero pronto volver a tu regazo;
besar tu seno, respirar tu aliento
y sentir la indolencia de tu abrazo.

Tú no cambias, ni mudas, ni envejeces;
en ti se encuentra la virtud perdida,
y tentadora y joven apareces
en las grandes tristezas de la vida.

Con ansia inmensa que mi ser consume
quiero apoyar las sienes en tu pecho,
tal como el niño que la nieve entume
busca el calor de su mullido lecho.

!Aire! ¡más luz! ¡una planicie verde
y un horizonte azul que la limite,
sombra para llorar cuando recuerde,
cielo para creer cuando medite!

Abre, por fin, hospedadora muda,
tus vastas y tranquilas soledades
y deja que mi espíritu sacuda
el tedio abrumador de las ciudades.

No más continuo batallar; ya brota
sangre humeante de mi abierta herida
y quedo inerme, con la espada rota,
en la terrible lucha por la vida.

Acude madre, y antes que perezca
y bajo el peso, del dolor sucumba,
o abre tus senos, y que el musgo crezca
sobre la humilde tierra de mi tumba.

Manuel Gutiérrez Nájera, 1881