Me habían traído hasta allí conlos ojos vendados. Llamas sinuosas corrían sobre el piso delsantuario en ciertos momentos de la noche sepulcral, subían lascolumnas y embellecían la flor exquisita del acanto.

    Las cariátides de rostro sereno,sostenían en la mano balanzas emblemáticas ylámparas extintas.

    Me propongo dedicar un recuerdo a micompañero de aquellos días de soledad. Era amable yprudente y juntaba los dones más estimados de la naturaleza.Aplazaba constantemente la respuesta de mis preguntas ansiosas. Yo lellevaba unos años.

    Él murió a manos de una turbadelirante, enemiga de su piedad. Me había dejado en laignorancia de su origen y de sus servicios.

    Yo estuve cerca de abandonarme a ladesesperación. Recuperé el sosiego invocando su nombre,durante una semana, a la orilla del mar y en presencia del solagónico.

    Yo retenía un puñado de sus cenizas enla mano izquierda y lo llamaba tres veces consecutivas.

    Yo me extravié, cuando era niño, enlas vueltas y revueltas de una selva.

    Quería apoderarme de un antílope recental. El rugido delelefante salvaje me llenaba de consternación. Estuve a punto deser estrangulado por una liana florecida.

    Más de un árbol se parecía alasceta insensible, cubierto de una vegetación parásita ydevorado por las hormigas.

    Un viejo solitario vino en mi auxilio desde supagoda de nueva pisos. Recorría el continente dando ejemplos demansedumbre y montado sobre un búfalo, a semejanza de Lao-Tse,el maestro de los chinos.

    Pretendió guardarme de la sugestión delos sentidos, pero yo me rendía a los intentos de las ninfas delbosque.

    El anciano había rescatado de la servidumbrea un joven fiel. Lo compadeció al verlo atado a la cola delcaballo de su señor.

    El joven llego a ser mi compañero habitual.Yo me divertía con las fábulas de su ingenio y con lasmemorias de su tierra natal. Le prometí conservarlo a mi ladocuando mi padre, el rey juicioso, me perdonase el extravío y mevolviese a su corte.

    Mi desaparición abrevió losdías del soberano. Sus mensajeros dieron conmigo para advertirmesu muerte y mi elevación al solio.

    Olvidé fácilmente al amigo de antes,secuaz del eremita. Me abordó para lamentarse de su pobreza ydeclararme su casamiento y el desamparo de su mujer y de su hijo.

    Los cortesanos me distrajeron de reconocerlo y loentregaron al mordisco sangriento de sus perros.

    Nosotros constituíamos una amenaza efectiva.

    Los clérigos nos designaban por medio decircunloquios al elevar sus preces, durante el oficio divino.

    Decidimos asaltar la casa de un magistradovenerable, para convencerlo de nuestra actividad y de la ineficacia desus decretos y pregones.

    Esperaba intimidarnos al doblar el número desus espías y de sus alguaciles y al lisonjearlos con la promesade una recompensa abundante.

    Ejecutamos el proyecto sigilosamente y condeterminación y nos llevamos la mujer del juez incorruptible.

    El más joven de los compañerosperdió su máscara en medio de la ocurrencia y vino a serreconocido y preso.

    Permaneció mudo al sufrir los martiriosinventados por los ministros de la justicia y no lanzó una quejacuando el borceguí le trituró un pie. Murió dandotopetadas al muro del calabozo de piso hundido y de techo bajo y deplomo.

    Gané la mujer del jurista al distribuirse elbotín, el día siguiente, por medio de la suerte. Sulozanía aumentaba el solaz de mi vivienda rústica. Suscortos años la separaban de un marido reumático ytosigoso.

    Un compañero, enemigo de mi fortuna, sepermitió tratarla con avilantez. Trabamos una lucha a muerte ylo dejé estirado de un tratazo en la cabeza. Los demáspermanecieron en silencio, aconsejados del escarmiento.

    La mujer no pudo sobrellevar lacompañía de un perdido y murió de vergüenza yde pesadumbre al cabo de dos años, dejándome unaniña recién nacida.

    Yo la abandoné en poder de unas criadas de miconfianza, gente disoluta y cruel, y volví a mis aventurascuando la mano del verdugo había diezmado la caterva de misfieles.

    Muchos seguían pendientes de su horca,deshaciéndose a la intemperie, en un arrabal escandaloso.

    Al verme solo, he decidido esperar en mi refugio laaparición de nuevos adeptos, salidos de entre los pobres.

    Dirijo a la práctica del mal, en medio de misaños, una voluntad ilesa.

    Las criadas nefarias han dementado a mi hija pormedio de sugestiones y de ejemplos funestos. Yo la he encerrado en unaestancia segura y sin entrada, salvo un postigo para el paso de escasasviandas una vez al día.

    Yo me asomo a verla ocasionalmente y mis sarcasmosrestablecen su llanto y alientan su desesperación.

    El sacerdote refiere los acontecimientosprehistóricos. Describe un continente regido por monarcasiniciados, de ínfulas venerables y tiaras suntuosas, ycómo provocaron el cataclismo en donde se perdieron, alzadoscontra los númenes invulnerables.

    El sacerdote se confesó heredero de lasabiduría aciaga, recogida y atesorada por él mismo y losde su casta.

    Infería golpes al rostro de las panterasfrenéticas. Afrontaba la autoridad de los leones ypercudía su corona. Captaba, desde su observatorio, lascentellas del cielo por medio de un mecanismo de hierro.

    Se ocupó de facilitar mi viaje de retorno. Sugalera de veinte remos por banda surcaba, al son de un pífano,el golfo de las verdes olas.

    Volví al seno de los míos, a celebrarcon ellos la ceremonia de una separación perdurable.

    La belleza de la mañana aguzaba elsentimiento de la partida.

    Debía seguir el consejo del sacerdoteinteresado en mi felicidad, fijándome, para siempre, en lapenínsula de la primavera asidua.