Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo.
Que pues doblón o sencillo
Hace todo cuanto quiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Nace en las Indias honrado,
Donde el mundo le acompaña;
Viene a morir en España,
Y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
Es hermoso, aunque sea fiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Son sus padres principales,
Y es de nobles descendiente,
Porque en las venas de Oriente
Todas las sangres son Reales.
Y pues es quien hace iguales
Al rico y al pordiosero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

¿A quién no le maravilla
Ver en su gloria, sin tasa,
Que es lo más ruin de su casa
Doña Blanca de Castilla?
Mas pues que su fuerza humilla
Al cobarde y al guerrero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Es tanta su majestad,
Aunque son sus duelos hartos,
Que aun con estar hecho cuartos
No pierde su calidad.
Pero pues da autoridad
Al gañán y al jornalero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Más valen en cualquier tierra
(Mirad si es harto sagaz)
Sus escudos en la paz
Que rodelas en la guerra.
Pues al natural destierra
Y hace propio al forastero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Francisco de Quevedo y Villegas

Sabed, vecinas,
Que mujeres y gallinas
Todas ponemos,
Unas cuernos y otras huevos.

Viénense a diferenciar
La gallina y la mujer,
En que ellas saben poner,
Nosotras sólo quitar;
Y en lo que es cacarear
El mismo tono tenemos.
Todas ponemos,
Unas cuernos y otras huevos.

Docientas gallinas hallo
Yo con un gallo contentas;
Mas si nuestros gallos cuentas,
Mil que den son nuestro gallo;
Y cuando llegan al fallo,
En Cuclillos los volvemos.
Todas ponemos,
Unas cuernos y otras huevos.

En gallinas regaladas
Tener pepita es gran daño,
Y en las mujeres de ogaño
Lo es el ser despepitadas.
Las viejas son emplumadas,
Por darnos con que volemos.
Todas ponemos,
Unas cuernos y otras huevos.

Francisco de Quevedo y Villegas

Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!

Cuando el silencio tenía
Todas las cosas del suelo,
Y, coronada del yelo,
Reinaba la noche fría,
En medio la monarquía
De tiniebla tan cruel,

Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!

De un solo Clavel ceñida,
La Virgen, Aurora bella,
Al mundo se lo dio, y ella
Quedó cual antes florida;
A la púrpura caída
Solo fue el heno fïel.

Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!

El heno, pues, que fue dino,
A pesar de tantas nieves,
De ver en sus brazos leves
Este rosicler divino
Para su lecho fue lino,
Oro para su dosel.

Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!

Luis de Góngora y Argote, 1621

Today from the Aurora´s bosom
A pink has fallen — a crimson blossom;
And oh, how glorious rests the hay
On which the fallen blossom lay!

When silence gently had unfurled
Her mantle over all below,
And crowned with witner´s frost and snow,
Night swayed the sceptre of the world,
Amid the gloom descending slow,
Upon the monarch´s frozen bosom
A pink has fallen, — a crimson blossom.

The only flower the Virgin bore
(Aurora fair) within her breast,
She gave to earth, yet still possessed
Her virgin blossom as before;
That hay that colored drop caressed,—
Received upon its faithful bosom
That single flower, — a crimson blossom.

The manger, unto which ´twas given,
Even amid wintry snows and cold,
Within its fostering arms to fold
The blushing flower that fell from heaven,
Was a canopy of gold,—
A downy couch, — where on its bosom
That flower had fallen, — that crimson blossom

Luis de Góngora y Argote, 1621
Translated by H.W. Longfellow

Merced a tus traiciones
al fin respiro, Lice;
al fin de un infelice
el cielo hubo piedad.

Ya rotas las prisiones,
libre está el alma mía;
no sueño, no, este día
mi dulce libertad.

Cesó la antigua llama,
y tranquilo y exento
ni aun un despique siento
do se disfrace amor.

No el rostro se me inflama
si oigo tal vez nombrarte;
el pecho no al mirarte
palpita de temor.

Duermo en paz y no creo
tu imagen ver presente,
ni al despertar la mente
se empieza en ti a gozar.

Lejos de ti me veo,
y quieto estoy de grado,
que nada en mí ha quedado,
ni gusto ni pesar.

Si hablo en tus perfecciones,
no enternecerme siento;
si mis delirios cuento,
ni aun indignarme sé.

Delante te me pones,
y ya no estoy turbado;
en paz con mi engañado
rival de ti hablaré.

Mírame en rostro fiero,
háblame en faz humana:
tu altanería es vana,
y es vano tu favor;

que en mí el mandar primero
perdió tu hablar divino;
tus ojos no el camino
saben del corazón.

Lo que me place o enfada,
si estoy alegre o triste,
no en ser tu don consiste,
ni culpa tuya es;

que ya sin ti me agrada
el prado y selva hojosa;
toda estancia enojosa
me cansa aunque allí estés.

Mira si soy sincero:
aún me pareces bella,
pero no, Lice, aquella
que parangón no ha;

y, no por verdadero
te ofenda, algún defecto
noto en tu lindo aspecto,
que tuve por beldad.

Al romper las cadenas,
dígolo sonrojado,
mi corazón llagado
romper se vio y morir;

mas por salir de penas
y de opresión librarse,
en fin, por rescatarse
¡qué no es dado sufrir!

El colorín trabado
tal vez en blanda liga,
la pluma en su fatiga
deja por escapar;

mas presto matizado
se ve de pluma nueva,
ni, cauto con tal prueba,
le tornan a engañar.

Sé que aún no crees extinto
aquel mi ardor primero
porque callar no quiero
y de él hablando estó;

sólo el natal instinto
me aguija a hacerlo, Lice,
con que cualquiera dice
los riesgos que sufrió.

Pasadas iras cuento
tras tanto ensayo fiero.
De la herida el guerrero
muestra así la señal;

así muestra contento
cautivo que de penas
escapó, las cadenas
que arrastró por su mal.

Hablo, mas sólo hablando
satisfacerme curo;
hablo, mas no procuro
que crédito me des.

Hablo, mas no demando
si apruebas mis razones;
si a hablar de mí te pones,
que tan tranquila estés.

Yo pierdo una inconstante,
tú un corazón sincero;
yo no sé cuál primero
se deba consolar.

Sé que un tan fiel amante
no le hallarás, traidora;
mas otra engañadora
bien fácil es de hallar.


Juan Meléndez Valdés

Parad, airecillos,
y el ala encoged,
que en plácido sueño
reposa mi bien.

Parad y de rosas
tejedme un dosel,
do del sol se guarde
        la flor del Zurguén.

Parad, airecillos,
parad, y veréis
a aquella que ciego
de amor os canté,

a aquella que aflige
mi pecho crüel,
la gloria del Tormes,
        la flor del Zurguén.

Sus ojos luceros,
su boca un clavel,
rosa las mejillas;
y atónitos ved

do artero Amor sabe
mil armas prender,
si al viento las tiene
        la flor del Zurguén.

Volad a los valles;
veloces traed
la esencia más pura
que sus flores den.

Veréis, cefirillos,
con cuánto placer
respira su aroma
        la flor del Zurguén.

Soplad ese velo,
sopladlo, y veré
cuál late y se agita
su seno con él:

el seno turgente
do tanta esquivez
abriga en mi daño
        la flor del Zurguén.

¡Ay cándido seno!
¡quién sola una vez
dolido te hallase
de su padecer!

Mas ¡oh! ¡cuán en vano
mi súplica es!,
que es cruda cual bella
        la flor del Zurguén.

La ruego, y mis ansias
altiva no cree;
suspiro, y desdeña
mi voz atender.

Decidme, airecillos,
decidme: ¿qué haré,
para que me escuche
        la flor del Zurguén.

Vosotros felices
con vuelo cortés
llegad, y besadle
por mí el albo pie.

Llegad, y al oído
decidle mi fe;
quizá os oiga afable
        la flor del Zurguén.

Con blando susurro
llegad sin temer,
pues leda reposa,
su altivo desdén.

Llegad y piadosos,
de un triste os doled,
así os dé su seno
        la flor del Zurguén.


Juan Meléndez Valdés

      Tus lindos ojuelos
      me matan de amor.

Ora vagos giren,
o párense atentos,
o miren exentos,
o lánguidos miren,

o injustos se aíren,
culpando mi ardor,
      tus lindos ojuelos
      me matan de amor.

Si al final del día
emulando ardientes,
alientan clementes
la esperanza mía,

y en su halago fía
mi crédulo error,
      tus lindos ojuelos
      me matan de amor.

Si evitan arteros
encontrar los míos,
sus falsos desvíos
me son lisonjeros.

Negándome fieros
su dulce favor,
      tus lindos ojuelos
      me matan de amor.

Los cierras burlando,
y ya no hay amores,
sus flechas y ardores
tu juego apagando;

Yo entonces temblando
clamo en tanto horror:
      «¡Tus lindos ojuelos
      me matan de amor!».

Los abres riente,
y el Amor renace
y en gozar se place
de su nuevo oriente,

cantando demente
yo al ver su fulgor:
      «¡Tus lindos ojuelos
      me matan de amor!».

Tórnalos, te ruego,
niña, hacia otro lado,
que casi he cegado
de mirar su fuego.

¡Ay! tórnalos luego,
no con más rigor
      tus lindos ojuelos
      me maten de amor.


Juan Meléndez Valdés

            I

      Tus ojuelos, niña,
      me matan de amor.

   Ora vagos giren,
o fíjense atentos,
o miren exentos,
o lánguidos miren,
   o injustos se aíren
contra mi dolor,
      tus ojuelos, niña,
      me matan de amor.

   Si se alzan al cielo
llenos de temores,
si alegran las flores
tornados al suelo,
   o abaten el vuelo
de mi ciego error,
      siempre, niña hermosa,
      me matan de amor.

   Tórnalos, te ruego,
niña, hacia otro lado,
que casi he cegado
de mirar su fuego.
   ¡Ay!, tórnalos luego,
no con más rigor
      tus lindos ojuelos
      me maten de amor.

            II

   Niña, tus ojuelos
no sé cómo son,
que siendo mi vida
      me matan de amor.

   Ora vagos giren,
o fíjense atentos,
o miren contentos,
o amorosos miren,
   o airados retiren
todo su esplendor,
tus ojuelos, niña,
      me matan de amor.

   Si se alzan al cielo
llenos de temores,
o colman de flores,
con mirarlo, al suelo,
   o abaten el vuelo
a mi ciego error,
siempre, niña hermosa,
      me matan de amor.

   Niña de mis ojos,
¿cómo son, me di,
los tuyos que así
glorias dan y enojos?
   Y si sus despojos
mis potencias son,
¿para qué, mi vida,
      me matan de amor?

   Si me sois piadosos,
¿cómo me matáis?
Si no, ¿a qué me dais
la vida amorosos?
   ¡Ay, ojos hermosos!,
¿a qué tal rigor,
que siendo mi vida,
      me matáis de amor?


Juan Meléndez Valdés