(En recuerdo del amigo
y poeta LuisCartañá)

Tenía que ser la lluvia
raudal de nubes furiosas
llanto en el viento, canción del norte,
la lluvia cristal, tamborcito de hojalata sobre el techo,
líquida culebra de las cunetas de ciudades hambrientas,
llamando a mi corazón que ávidamente
devora el tiempo como una fruta tierna.

La lluvia enemiga del polvo insistente sobre el librero
cae copiosamente, se instala bajo el sol,
traspasa las suelas de mis botas,
toca mis pies, —eléctrica humedad del aire—,
mientras diseña un arco iris;
la lluvia lija los huesos de los cementerios,
se troca amante de aquellos que partieron
con todos sus velámenes hinchados
por los abscesos del amor,
enfermos por el beso
y su pasión incierta pero clara
como las recién abiertas gardenias del balcón.

La lluvia no sabía yo que traía tus mensajes
y esta tarde me encontré con la noticia:
el loco desenlace que me hace más pobre aún de lo que hesido;
la lluvia no sabía yo
que me traía susurrando tu nombre de poeta;
tus trucos de gitano y saltimbanqui
se quedaron cortos con ésta tu fuga permanente.

¡Oh, viejo amigo!:
nuestras soledades se saludan
todavía frente al mar de Caguabo,
yo corro a la montaña en busca de algún bar con vellonera
que sepulte la historia mientras tú,
quedas solo sobre la roca en la orilla,
como un pequeño príncipe de cuento
llorando por su espada de madera que ha perdido
y su corcel de estrellas.

La lluvia no sabía yo
que hablaba del adiós más duradero:
quedaba absorto y no entendía
ni escuchaba yo tu voz desde tan lejos.
La lluvia no sabía yo que me traía
el eco de tu adiós involuntario,
amante interminable de esos ángeles locos
con que el cielo nos castiga,
y no caía yo que era un telegrama
escrito con la sangre, esa sangre
con que solías escribir cada poema,
un S.O.S. desde el asedio de las soledades.

Dos semanas hace, —me aseguran—,
que marchaste hacia tierras más ligeras
y la lluvia lleva dos semanas golpeando las persianas
y no sabía yo que eran los nudillos de tu mano delíquenes y hierba
y no sabía yo que eran tus brazos de pescador callado
y no sabía yo que era tu alegría
como una manzana y una mandarina ebrias
y no sabía que eran los juglares con laúdes y vihuelas
entonando las canciones olvidadas
y eran de pronto golpetazos sordos
como la muerte de esos humanos dioses
y eran el nardo que crecía vertical en tu jardín
y esos labios gruesos que pusieron límites al mar.

Yo había salido a buscarte y me decían que ya túno vivías
en tu casa, en nuestra casa de peces voladores,
conchas y abanicos marinos,
en tu casa, en nuestra casa de horizontes de sal
que la luz no cesa aún de golpear…
Yo que estaba planeando nuestro encuentro,
escogiendo el vino… como si fuésemos
dos amantes de novela barata
que el destino alejara mucho tiempo atrás.

La lluvia, raudal de recuerdos agolpados,
alegres, súbitos y crueles;
ahora que me han dicho que la muerte
se enredó con tus cabellos
quedo en silencio escuchando la lluvia
arpa en el viento, clavicordio en el mar,
atento a tu voz humilde como el mimbre
y altiva como la piedra más dura que cayese del cielo.

Edgar E. Ramírez Mella