¿Qué tristeza profunda, qué vacío
siente mi pecho? En vano
corro la margen del callado río
que la celeste Lola
al campo se partió. Mi dulce amiga,
por qué me dejas? ¡Ay! con tu partida
en triste soledad mi alma perdida
verá reabierta su profunda llaga,
que adormeció la magia de tu acento.
El cielo, a mi penar compadecido,
de mi dolor la fiel consoladora
en ti me deparó: la vez primera
(¿Te acuerdas, ola?) que los dos vagamos
del Yumurí tranquilo en la ribera y
me sentí renacer: el pecho mío
rasgaban los dolores.
una beldad amable, amante, amada
con ciego frenesí, puso en olvido
mi lamentable amor. Enfurecido,
torvo, insociable, en mi fatal tristeza
aún odiaba el vivir: desfigurose
a mis lánguidos ojos la natura,
pero vi tu beldad por mi ventura,
y ya del sol el esplendor sublime
volviome a parecer grandioso y bello:
volví a admirar de los paternos campos
el risueño verdor. Sí: mis dolores
se disiparon como el humo leve,
de tu sonrisa y tu mirar divino
al inefable encanto.
¡Ángel consolador! ya te bendigo
con tierna gratitud: ¡cuán halagüeña
mi afán calmaste! De las ansias mías
cuando serena y plácida me hablabas,
la agitación amarga serenabas,
y en tu blando mirar me embelecías.
¿Por qué tan bellos días
fenecieron? ¡Ay Dios! ¿Por qué te partes?
Ayer nos vio este río en su ribera
sentados a los dos, embebecidos
en habla dulce, y arrojando conchas
al líquido cristal, mientras la luna
a mi placer purísimo reía
y con su luz bañaba
tu rostro celestial. Hoy solitario,
melancólico y mustio errar me mira
en el mismo lugar quizá buscando
con tierna languidez tus breves huellas
horas de paz, más bellas
que las cavilaciones de un amante,
¿Dónde volasteis? Lola, dulce amiga,
di, ¿por qué me abandonas,
y encanta otro lugar tu voz divina?
¿No hay aquí palmas, agua cristalina,
y verde sombra, y soledad?… Acaso
en vago pensamiento sepultada,
recuerdas ¡ay! a tu sensible amigo.
¡Alma pura y feliz! Jamás olvides
a un mortal desdichado que te adora,
y cifra en ti su gloria y su delicia.
Mas el afecto puro
que me hace amarte, y hacia ti me lleva,
no es el furioso amor que en otro tiempo
turbó mi pecho: es amistad. Do quiera
me seguirá la seductora imagen
de tu beldad. En la callada luna
contemplaré la angelical modestia
que en tu serena frente resplandece:
veré en el sol tus refulgentes ojos;
en la gallarda palma la elegancia
de tu talle gentil veré en la rosa
el purpúreo color y la fragancia
de la boca dulcísima y graciosa,
do el beso del amor riendo reposa:
así do quiera miraré a mi dueño,
y hasta las ilusiones de mi sueño
halagará su imagen deliciosa.
Mayo, 1822 José María Heredia |