Quizás estando sola, de noche, en tu aposento
oirás que alguien te llama sin que tu sepas quién
y aprenderás entonces, que hay cosas como el viento
que existen ciertamente, pero que no se ven…

Y también es posible que una tarde de hastío
como florece un surco, te renazca un afán
y aprenderás entonces que hay cosas como el río
que se estan yendo siempre, pero que no se van…

O al cruzar una calle, tu corazón risueño
recordará una pena que no tuviste ayer
y aprenderás entonces que hay cosas como el sueño,
cosas que nunca han sido, pero que pueden ser…

Por más que tu prefieras ignorar estas cosas
sabrás por qué suspiras oyendo una canción
y aprenderás entonces que hay cosas como rosas,
cosas que son hermosas, sin saber que lo son…

Y una tarde cualquiera, sentirás que te has ido
y un soplo de ceniza regará tu jardín
y aprenderás entonces, que el tiempo y el olvido
son las únicas cosas que nunca tienen fin.

José Ángel Buesa

Señora; según dicen, ya tiene usted otro amante.
Lástima que la prisa nunca sea elegante…
Yo sé que no es frecuente que una mujer hermosa
se resigne a ser viuda, sin haber sido esposa.

Y me parece injusto discutirle el derecho
de compartir sus penas, sus gozos y su lecho;
pero el amor, señora, cuando llega el olvido
también tiene el derecho de un final distinguido.

Perdón, si es que la hiere mi reproche, perdón,
aunque sé que la herida no es en el corazón…
Y, para perdonarme, piense si hay más despecho
en lo que yo le digo que en lo que usted ha hecho;

pues sepa que una dama con la espalda desnuda,
sin luto, en una fiesta, puede ser una viuda,
pero no, como tantas, de un difunto señor,
sino, para ella sola; viuda de un gran amor.

Y nuestro amor, recuerdo, fue un amor diferente,
(al menos al principio, ya no, naturalmente).

Usted era el crepúsculo a la orilla del mar,
que, según quien la mire, será hermoso o vulgar.
Usted era la flor que, según quien la corta,
es algo que no muere o algo que no importa.

O acaso ¿cierta noche de amor y de locura,
yo vivía un ensueño… y usted una aventura?
Si, usted juró, cien veces, ser para siempre mía:
yo besaba sus labios, pero no lo creía…

Usted sabe, y perdóneme, que en ese juramento
influye demasiado la dirección del viento.
Por eso no me extraña que ya tenga otro amante,
a quien quizás le jure lo mismo en este instante.

Y como usted, señora, ya aprendió a ser infiel,
a mí, así de repente… me da pena por él.

Sí, es cierto. Alguna noche su puerta estuvo abierta,
y yo, en otra ventana me olvidé de su puerta;
o una tarde de lluvia se iluminó mi vida
mirándome en los ojos de una desconocida;

y también es posible que mi amor indolente
desdeñara su vaso bebiendo en la corriente.
Sin embargo, señora, yo, con sed o sin sed,
nunca pensaba en otra si la besaba a usted.

Perdóneme de nuevo, si le digo estas cosas,
pero ni los rosales dan solamente rosas;
y no digo esto por usted, ni por mí,
sino por los amores que terminan así.

Pero vea, señora, que diferencia había
entre usted que lloraba y yo; que sonreía,
pues nuestro amor concluye con finales diversos:
Usted besando a otro; yo, escribiendo estos versos…

José Ángel Buesa

Se deja de querer, y no se sabe
por qué se deja de querer:
Es como abrir la mano y encontrarla vacía,
y no saber, de pronto, qué cosa se nos fue.

Se deja de querer, y es como un río
cuya corriente fresca ya no calma la sed;
como andar en otoño sobre las hojas secas,
y pisar la hoja verde que no debió caer.

Se deja de querer, y es como el ciego
que aún dice adiós, llorando, después quepasó el tren;
o como quien despierta recordando un camino,
pero ya sólo sabe que regresó por él.

Se deja de querer, como quien deja
de andar por una calle, sin razón, sin saber;
y es hallar un diamante brillando en el rocío,
y que, ya al recogerlo, se evapore también.

Se deja de querer, y es como un viaje
detenido en la sombra, sin seguir ni volver;
y es cortar una rosa para adornar la mesa
y que el viento deshoje la rosa en el mantel.

Se deja de querer, y es como un niño
que ve cómo naufragan sus barcos de papel;
o escribir en la arena la fecha de mañana
y que el mar se la lleve con el nombre de ayer.

Se deja de querer, y es como un libro
que, aun abierto hoja a hoja, quedó a medio leer;
y es como la sortija que se quitó del dedo,
y sólo así supimos que se marcó en la piel.

Se deja de querer, y no se sabe
por qué se deja de querer…

José Ángel Buesa