Un sueño soñaba anoche   soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,   que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,   muy más que la nieve fría.
—¿Por dónde has entrado, amor?   ¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,   ventanas y celosías.
—No soy el amor, amante:   la Muerte que Dios te envía.
—¡Ay, Muerte tan rigurosa,   déjame vivir un día!
—Un día no puede ser,   una hora tienes de vida.

Muy deprisa se calzaba,   más deprisa se vestía;
ya se va para la calle,   en donde su amor vivía.

—¡Ábreme la puerta, blanca,   ábreme la puerta, niña!
—¿Cómo te podré yo abrir   si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,   mi madre no está dormida.
—Si no me abres esta noche,   ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,   junto a ti vida sería.
—Vete bajo la ventana   donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda   para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare,   mis trenzas añadiría.

La fina seda se rompe;   la muerte que allí venía:
—Vamos, el enamorado,   que la hora ya está cumplida.

Anónimo

Rosafresca, Rosafresca,   tan garrida y con amor,
cuando yo os tuve en mis brazos   no vos supe servir, no,
y ahora que os serviría   no vos puedo haber, no.
—Vuestra fue la culpa, amigo,   vuestra fue, que mía no:
enviásteme una carta   con un vuestro servidor
y en lugar de recaudar   él dijera otra razón:
que érades casado, amigo,   allá en tierra de León,
que tenéis mujer hermosa   y hijos como una flor.
—Quien vos lo dijo, señora,   no vos dijo verdad, no,
que yo nunca entré en Castilla   ni allá en tierras de León,
sino cuando era pequeño   que no sabía de amor.

Anónimo

Pártese el moro Alicante   víspera de San Cebrián;
ocho cabezas llevaba,   todas de hombres de alta sangre.
Sábelo el rey Almanzor,   a recebírselo sale;
aunque perdió muchos moros   piensa en esto bien ganar.
Mandara hacer un tablado   para mejor los mirar;
mandó traer un cristiano   que estaba en captividad,
como ante sí lo trujeron   empezóle de hablar:
díjole: -Gonzalo Gustos,   mira quien conocerás;
que lidiaron mis poderes   en el campo de Almenar,
sacaron ocho cabezas,   todas son de gran linaje.
Respondió Gonzalo Gustos:   —Presto os diré la verdad.
Y limpiándoles la sangre   asaz se fuera a turbar;
dijo llorando agramente:   —¡Conózcolas por mi mal!
La una es de mi carillo;   las otras me duelen más,
de los Infantes de Lara   son, mis hijos naturales.
Así razona con ellas   como si vivos hablasen:
—¡Sálveos Dios, Nuño Salido,   el mi compadre leal!,
¿adónde son los mis hijos   que yo os quise encomendar?
Mas perdonadme, compadre,   no he por qué os demandar,
muerto sois como buen ayo,   como hombre muy de fiar.
Tomara otra cabeza   del hijo mayor de edad:
—¡Oh hijo Diego González,   hombre de muy gran bondad,
del conde Garci Fernández   alférez el principal,
a vos amaba yo mucho,   que me habíades de heredar.
Alimpiándola con lágrimas   volviérala a su lugar.
Y toma la del segundo,   don Martín que se llamaba:
—¡Dios os perdone, el mi hijo,   hijo que mucho preciaba;
jugador de tablas erais   el mejor de toda España;
mesurado caballero,   muy bien hablabais en plaza!
Y dejándola llorando   la del tercero tomaba:
—¡Hijo don Suero González,   todo el mundo os estimaba;
el rey os tuviera en mucho,   sólo para la su caza!
¡Ruy Velázquez, vuestro tío,   malas bodas os depara;
a vos os llevó a la muerte,   a mí en cautivo dejaba!
Y tomando la del cuarto   lasamente la miraba:
—¡Oh, hijo Fernán González,   (nombre del mejor de España,
del buen conde de Castilla,   aquel que vos baptizara),
matador de oso y de puerco,   amigo de gran compaña;
nunca con gente de poco   os vieran en alianza!
Tomó la de Ruy González,   al corazón la abrazaba:
—¡Hijo mío, hijo mío,   quién como vos se hallara;
gran caballero esforzado,   muy buen bracero a ventaja;
vuestro tío Ruy Velázquez   tristes bodas ordenara!
Y tomando otra cabeza,   los cabellos se mesaba:
—¡Oh, hijo Gustios González,   habíades buenas mañas,
no dijérades mentira,   ni por oro ni por plata,
animoso, buen guerrero,   muy gran heridor de espada,
que a quien dábades de lleno   tullido o muerto quedaba!
Tomando la del menor   el dolor se le doblaba:
-¡Hijo Gonzalo González,   los ojos de doña Sancha!
¡Qué nuevas irán a ella   que a vos más que a todos ama!
¡Tan apuesto de persona,   decidor bueno entre damas,
repartidor en su haber,   aventajado en la lanza!
¡Mejor fuera la mi muerte   que ver tan triste jornada!
Al duelo que el viejo hace,   toda Córdoba lloraba.
El rey Almanzor, cuidoso,   consigo se lo llevaba
y mandaba a una morica   lo sirviese muy de gana.
Esta le torna en prisiones   y con amor le curaba;
hermana era del rey,   doncella moza y lozana;
con ésta Gonzalo Gustios   vino a perder la su saña,
que de ella le nació un hijo   que a los hermanos vengara.

Anónimo

En Castilla está un castillo,   que se llama Rocafrida;
al castillo llaman Roca,   y a la fonte llaman Frida.
El pie tenía de oro   y almenas de plata fina;
entre almena y almena   está una piedra zafira;
tanto relumbra de noche   como el sol a mediodía.
Dentro estaba una doncella   que llaman Rosaflorida;
siete condes la demandan,   tres duques de Lombardía;
a todos les desdeñaba,   tanta es su lozanía.
Enamoróse de Montesinos   de oídas, que no de vista.
Una noche estando así,   gritos da Rosaflorida;
oyérala un camarero,   que en su cámara dormía.
—«¿Qu´es aquesto, mi señora?   ¿Qu´es esto, Rosaflorida?
»O tenedes mal de amores,   o estáis loca sandía».
—«Ni yo tengo mal de amores,   ni estoy loca sandía,
»mas llevásesme estas cartas   a Francia la bien guarnida;
»diéseslas a Montesinos,   la cosa que yo más quería;
»dile que me venga a ver   para la Pascua Florida;
»darle he siete castillos   los mejores que hay en Castilla;
»y si de mí más quisiere   yo mucho más le daría:
»darle he yo este mi cuerpo,   el más lindo que hay en Castilla,
»si no es el de mi hermana,   que de fuego sea ardida».

Anónimo

Mañanita de San Juan,   mañanita de primor,
cuando damas y galanes   van a oír misa mayor.
Allá va la mi señora,   entre todas la mejor;
viste saya sobre saya,   mantellín de tornasol,
camisa con oro y perlas   bordada en el cabezón.
En la su boca muy linda   lleva un poco de dulzor;
en la su cara tan blanca,   un poquito de arrebol,
y en los sus ojuelos garzos   lleva un poco de alcohol;
así entraba por la iglesia   relumbrando como el sol.
Las damas mueren de envidia,   y los galanes de amor.
El que cantaba en el coro,   en el credo se perdió;
el abad que dice misa,   ha trocado la lición;
monacillos que le ayudan,   no aciertan responder, non,
por decir amén, amén,   decían amor, amor.

Anónimo

Con cartas sus mensajeros   el rey al Carpio envió:
Bernardo, como es discreto,   de traición se receló:
las cartas echó en el suelo   y al mensajero habló:
—Mensajero eres, amigo,   no mereces culpa, no,
mas al rey que acá te envía   dígasle tú esta razón:
que no le estimo yo a él   ni aun a cuantos con él son;
mas por ver lo que me quiere   todavía allá iré yo.
Y mandó juntar los suyos,   de esta suerte les habló:
—Cuatrocientos sois, los míos,   los que comedes mi pan:
los ciento irán al Carpio   para el Carpio guardar,
los ciento por los caminos,   que a nadie dejen pasar;
doscientos iréis conmigo   para con el rey hablar;
si mala me la dijere,   peor se la he de tornar.
Por sus jornadas contadas   a la corte fue a llegar:
—Dios os mantenga, buen rey,   y a cuantos con vos están.
—Mal vengades vos, Bernardo,   traidor, hijo de mal padre,
dite yo el Carpio en tenencia,   tú tómaslo en heredad.
—Mentides, el rey, mentides,   que no dices la verdad,
que si yo fuese traidor,   a vos os cabría en parte;
acordáseos debía   de aquella del Encinal,
cuando gentes extranjeras   allí os trataron tan mal,
que os mataron el caballo   y aun a vos querían matar;
Bernardo, como traidor,   de entre ellos os fue a sacar.
Allí me diste el Carpio   de juro y de heredad,
prometísteme a mi padre,   no me guardaste verdad.
—Prendedlo, mis caballeros,   que igualado se me ha.
—Aquí, aquí los mis doscientos,   los que comedes mi pan,
que hoy era venido el día   que honra habemos de ganar.
El rey, de que aquesto viera,   de esta suerte fue a hablar:
—¿Qué ha sido aquesto, Bernardo;   que así enojado te has?
¿Lo que hombre dice de burla   de veras vas a tomar?
Yo te dó el Carpio, Bernardo,   de juro y de heredad.
—Aquestas burlas, el rey   no son burlas de burlar;
llamásteme de traidor,   traidor, hijo de mal padre:
el Carpio yo no lo quiero,   bien lo podéis vos guardar,
que cuando yo lo quisiere,   muy bien lo sabré ganar.

Anónimo

De una torre de palacio   se salió por un postigo
la Cava con sus doncellas   con gran fiesta y regocijo.
Metiéronse en un jardín   cerca de un espeso ombrío
de jazmines y arrayanes,   de pámpanos y racimos.
Junto a una fuente que vierte   por seis caños de oro fino
cristal y perlas sonoras   entre espadañas y lirios,
reposaron las doncellas   buscando solaz y alivio
al fuego de mocedad   y a los ardores de estío.
Daban al agua sus brazos,   y tentada de su frío,
fue la Cava la primera   que desnudó sus vestidos.
En la sombreada alberca   su cuerpo brilla tan lindo
que al de todas las demás   como sol ha escurecido.
Pensó la Cava estar sola,   pero la ventura quiso
que entre unas espesas yedras   la miraba el rey Rodrigo.
Puso la ocasión el fuego   en el corazón altivo,
y amor, batiendo sus alas,   abrasóle de improviso.
De la pérdida de España   fue aquí funesto principio
una mujer sin ventura   y un hombre de amor rendido.
Florinda perdió su flor,   el rey padeció el castigo;
ella dice que hubo fuerza,   él que gusto consentido.
Si dicen quién de los dos   la mayor culpa ha tenido,
digan los hombres: la Cava   y las mujeres: Rodrigo.

Anónimo

—¡Rey don Sancho, rey don Sancho!,   no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora   un alevoso ha salido;
llámase Vellido Dolfos,   hijo de Dolfos Vellido,
cuatro traiciones ha hecho,   y con esta serán cinco.
Si gran traidor fue el padre,   mayor traidor es el hijo.
Gritos dan en el real:   —¡A don Sancho han mal herido!
Muerto le ha Vellido Dolfos,   ¡gran traición ha cometido!
Desque le tuviera muerto,   metiose por un postigo,
por las calle de Zamora   va dando voces y gritos:
—Tiempo era, doña Urraca,   de cumplir lo prometido.

Anónimo

—Gerineldo, Gerineldo,   paje del rey más querido,
quién te tuviera esta noche   en mi jardín florecido.
Válgame Dios, Gerineldo,   cuerpo que tienes tan lindo.
—Como soy vuestro criado,   señora, burláis conmigo.
—No me burlo, Gerineldo,   que de veras te lo digo.
—¿Y cuándo, señora mía,   cumpliréis lo prometido?
—Entre las doce y la una   que el rey estará dormido.
Media noche ya es pasada.   Gerineldo no ha venido.
«¡Oh, malhaya, Gerineldo,   quien amor puso contigo!»
—Abráisme, la mi señora,   abráisme, cuerpo garrido.
—¿Quién a mi estancia se atreve,   quién llama así a mi postigo?
—No os turbéis, señora mía,   que soy vuestro dulce amigo.
Tomáralo por la mano   y en el lecho lo ha metido;
entre juegos y deleites   la noche se les ha ido,
y allá hacia el amanecer   los dos se duermen vencidos.
Despertado había el rey   de un sueño despavorido.
«O me roban a la infanta   o traicionan el castillo.»
Aprisa llama a su paje   pidiéndole los vestidos:
«¡Gerineldo, Gerineldo,   el mi paje más querido!»
Tres veces le había llamado,   ninguna le ha respondido.
Puso la espada en la cinta,   adonde la infanta ha ido;
vio a su hija, vio a su paje   como mujer y marido.
«¿Mataré yo a Gerineldo,   a quien crié desde niño?
Pues si matare a la infanta,   mi reino queda perdido.
Pondré mi espada por medio,   que me sirva de testigo.»
Y salióse hacia el jardín   sin ser de nadie sentido.
Rebullíase la infanta   tres horas ya el sol salido;
con el frior de la espada   la dama se ha estremecido.
—Levántate, Gerineldo,   levántate, dueño mío,
la espada del rey mi padre   entre los dos ha dormido.
—¿Y adónde iré, mi señora,   que del rey no sea visto?
—Vete por ese jardín   cogiendo rosas y lirios;
pesares que te vinieren   yo los partiré contigo.
—¿Dónde vienes, Gerineldo,   tan mustio y descolorido?
—Vengo del jardín, buen rey,   por ver cómo ha florecido;
la fragancia de una rosa   la color me ha devaído.
—De esa rosa que has cortado   mi espada será testigo.
—Matadme, señor, matadme,   bien lo tengo merecido.
Ellos en estas razones,   la infanta a su padre vino:
—Rey y señor, no le mates,   mas dámelo por marido.
O si lo quieres matar   la muerte será conmigo.

Anónimo

Ya cabalga Diego Ordóñez,   del real se había salido
de dobles piezas armado   y un caballo morcillo;
va a reptar los zamoranos   por la muerte de su primo,
que mató Vellido Dolfos,   hijo de Dolfos Vellido.

—Yo os riepto, los zamoranos,   por traidores fementidos,
riepto a todos los muertos   y con ellos a los vivos,
riepto hombres y mujeres,   los por nacer y nacidos,
riepto a todos los grandes,   a los grandes y a los chicos,
a las carnes y pescados   y a las aguas de los ríos.

Allí habló Arias Gonzalo,   bien oiréis lo que hubo dicho:
¿Qué culpa tienen los viejos?   ¿qué culpa tienen los niños?
¿qué merecen las mujeres   y los que no son nacidos?
¿por qué rieptas a los muertos,   los ganados y los ríos?
Bien sabéis vos, Diego Ordóñez,   muy bien lo tenéis sabido,
que aquel que riepta a concejo   debe de lidiar con cinco.
Ordóñez le respondió:   —Traidores heis todos sido.

Anónimo